Desde la psiquiatría y la epidemiología, se ha reconocido la
necesidad de ampliar la perspectiva de abordaje de los problemas de salud
mental. La posibilidad del estudio epidemiológico se ha fundamentado en
explicaciones socioculturales como los eventos de vida (problemas, pérdida,
peligro o posibilidad de solución), considerados como desencadenantes o
precipitantes de la enfermedad mental.
Por otra parte, recientemente se han considerado los
aspectos subjetivos y normativos de género como elementos subyacentes a la
enfermedad mental, particularmente relacionados con la depresión en las
mujeres. En ambos casos, se incorporan elementos que trascienden la noción de
los problemas orgánicos como causa de la enfermedad mental a la vez que se
recupera la complejidad de sus determinantes.
La enfermedad depresiva es dos veces más frecuente entre las
mujeres que en varones, lo que ha generado explicaciones asociadas a los ciclos
biológicos de las mujeres como el síndrome premenstrual o posparto, el
climaterio y la menopausia. También se ha documentado en estudios epidemiológicos
que las mujeres son más susceptibles a los eventos de vida que los varones, lo
cual podría relacionarse con la indefensión adquirida propuesta por Burín
(1996) donde la pasividad y dependencia promovida en los procesos de
socialización de las mujeres de acuerdo con los valores y normas
prevalecientes, deriva en la percepción de éstas de que son incapaces de
enfrentar esos eventos de vida.
Adicionalmente, el valor excesivo otorgado a la maternidad
puede resultar en enfermedad depresiva relacionada con el síndrome del nido
vacío, particularmente entre mujeres con
identidades tradicionales, lo que podría explicar la mayor frecuencia de
depresión asociada a la mayor edad de las mujeres.
Lo anterior permite reconocer la complejidad de elementos
que intervienen en la génesis de la
enfermedad depresiva así como la
capacidad de respuesta de las mujeres, mediada por su condición socioeconómica,
la posibilidad de tomar decisiones en el interior del grupo doméstico, las
fuentes de empleo, educación y recreación en la comunidad, la división genérica
del trabajo y las normas que definen el ser y quehacer de las mujeres.
El vínculo entre pobreza y salud mental es muy conocido. Los
argumentos sobre la causalidad de esta relación se siguen manteniendo, pero
parece probable que sea bi-direccional: las personas con bajos ingresos son más
propensas a sufrir de mala salud mental y la pobreza contribuye a una
deficiente salud mental. Los procesos de de privación, tanto de carácter
individual como de los barrios, aumentan el riesgo de mala salud, tanto en la
general como en la mental.
Tener un problema de salud mental y bajos ingresos genera un
círculo vicioso. Romper ese circulo requerirá los esfuerzos concertados del
Gobierno, el sistema de salud y servicios sociales, el servicio de empleo y el
sector del voluntariado, trabajando juntos en colaboración.
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